¡ALELUYA!
MATEO 4-17
MATEO 4-17
Llueve. Llueve una lluvia fría y silenciosa, llueve con una inerte desgana. Salgo a la calle. Nada, ni un suspiro, ni una leve palabra, sólo la lluvia libre y desgreñada. Miro al cielo, oscuro y atormentado, y dejo que la lluvia inunde mi frente, mis mejillas, mis ojos, mi estampa. Tranquilo camino por el parque. No encuentro a nadie, ni un perro vagabundo, ni un gato fugitivo, ni un alma descarriada. Cierro los ojos y me siento aprisionado por mi indolente pasado y siento el fracaso de mi inquieta juventud. Me siento acabado. Más tarde los abro y me recorre una voluptuosa oleada de alegría y de amor. Ahora veo árboles, perfumados lirios, mariposas blancas, un sol que me sonríe esperanzado y un joven de tez clara, lacia cabellera, apuesto y decidido, cuya sonrisa me parece tan vital como su calma. Vestido con sus punteados jeans, ceñida su cintura con un cordoncillo de esparto, tatuado, descubierto su armonioso pecho y calzado con unas someras sandalias, me mira y disipa la soledad de mi alma. Anudado el pelo en una airosa coleta y limpia la mirada se encamina decidido al encuentro de un horizonte infinito. Y veo que, como aquél alegre día de una venturosa primavera cuando con
la festiva luz del amanecer llegó al lago de Cafarnaúm, de nuevo está aquí.
Y por la calles y las plazas de los que habitan en las tinieblas, él comienza a predicar, diciendo:“Arrepentíos porque se acerca el Reino de Dios”.
Y sé, que en este mundo de soberbia e impiedad, desde hoy sus palabras resonarán como el primer clarín en la cima de la voluntad de Dios.
Luego me dio la mano y sentí su sonrisa llenando mi soledad.
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